Lola (la
perra), se parece a la señora que no quiere atenderme.
Esta sucia y por eso nadie le hace mimos, tiene
los ojos escondidos atrás del pelo y pareciera que pide permiso para asomarse,
como la señora, que cuando golpeo las manos al frente de su puerta ella
despacito corre la cortina, me mira por un pedacito de la ventana y después de
tres veces de hacer lo mismo abre la puerta, solo el espacio necesario para que
su cara sobresalga, para decirme que no, que se está yendo.
La señora no me quiere, no quiere mis
preguntas, no quiere mi mirada ni mis ganas de hacer algo, porque sabe que lo
que quiero es que se saque la mugre, que huela rico, que coma más, que ya no se
rasque, que su casa no huela a infección, a tela húmeda, a hongos.
Ella no me quiere entonces me hecha, con todas
mis ideas, mi deseo que no es suyo, mis palabras con perfume, mi pansa llena.
Ella no quiere nada, nada de lo mío (de lo
nuestro). Se quiere sola y así, con su mugre y su hambre, su casa como está, su
cortina.
Yo me voy, con mi ego tambaleante, con las
ganas en la mochila, con mi profesión entre preguntas, aprendiendo.